Lucia Berlin y su hijo Jeff
En mis talleres de escritura de novelas suelo dedicar la última clase a hablar sobre qué hacer una vez que uno ha terminado de escribir una novela y quiere publicarla. Básicamente, allí trato de resumir las alternativas que existen. Pero, sobre todo, intento mostrar un panorama realista sobre las dificultades que les esperan a los escritores inéditos en ese empeño. Solo les doy la opción de tomar la pastilla roja y no les ofrezco nada sino la verdad, como diría Morpheus.
Entre las variables a considerar está el establecer una red de contactos. Ir conociendo gente en el medio literario-cultural-editorial y a la vez darse a conocer. Un baile de sociedad que nos puede encantar o que podemos detestar, pero en el que todos participamos en alguna u otra medida. Las redes sociales, a su vez, han inventado una forma de estar donde hay más exposición y menos presencia (física, al menos). Varios alumnos me han comentado cosas que escuchan por allí, consejos leídos en alguna parte, tal vez, que los animan a ser activos en las redes sociales, crear contenidos, hacerse visibles y así tener un número de seguidores que los vuelva más apetecibles a la hora de tocar la puerta en una editorial. A día de hoy, esta no es una sugerencia descartable y tampoco tendría por qué representar un problema. Siempre y cuando, claro, nunca se pierda de vista que el principio y el final de este oficio consiste en sentarse a escribir en soledad los mejores libros posibles.
La diferenciación clara entre estos dos procesos, escribir un libro y promocionarlo –entendiendo por promoción el proceso que va desde buscarle un editor hasta publicitarlo con las herramientas disponibles–, debería exonerarnos de cualquier prurito romántico. Ser un animal social, de red social, diríamos hoy, no implica obligatoriamente ser peor escritor que un colega solitario y ascético, que rehúye Twitter y no da entrevistas. Los anónimos mediocres también existen. Por otra parte, muchos de esos escritores hoy famosos que murieron en el anonimato y tuvieron existencias amargas, muy probablemente hubieran preferido contar con más suerte. Si un autor no tiene la voluntad o la capacidad de salir a vender su libro, no hay nada que reprocharle. Pero tampoco puede él reprocharle nada, a ese respecto, al mundo sobrepoblado e hiperconectado en el que vivimos. Tendría, en todo caso, que asumir la máxima duchampiana de que un artista debe esperar cien o ciento cincuenta años a que aparezca su público.
«Si un autor no tiene la voluntad o la capacidad de salir a vender su libro, no hay nada que reprocharle. Pero tampoco puede él reprocharle nada, a ese respecto, al mundo sobrepoblado e hiperconectado en el que vivimos»
Pensaba en estos asuntos a propósito de una entrevista que le hicieron hace poco a Jeff Berlin, hijo de Lucia Berlin, la gran cuentista norteamericana que conoció el éxito once años después de fallecida, cuando se publicó su antología Manual para mujeres de la limpieza. En dicha entrevista, interrogado sobre el porqué su madre nunca llegó a vender más de mil ejemplares de sus libros, Jeff Berlin dijo lo siguiente: «Simplemente, no lo persiguió lo suficiente. Creo que le costó digerir los primeros rechazos. La revista The Atlantic compró una de sus primeras historias. Ocurrió pronto e impresionó a todos sus amigos, pero desde que aceptaron el relato hasta que lo publicaron pasaron más de cuatro años. Además, ella se sentía cómoda en su pequeña comunidad de escritores en San Francisco, pero nunca mandó sus historias al New Yorker o Esquire. Tampoco se expuso a las grandes editoriales».
«Simplemente, no lo persiguió lo suficiente». La frase es aleccionadora. Por supuesto, podemos hacer conjeturas sobre si fue falta de voluntad o falta de interés de Berlin. En todo caso, sería temerario juzgar su inestable vida, de alcoholismo y depresiones, a la luz de sus rechazos editoriales y escasas ventas. Pues, no pocas veces es el éxito lo que termina de arruinar a un escritor. Ahí están los casos de Francis Scott Fitzgerald o Jack Kerouac, por poner dos ejemplos.
Quien sí lo persiguió lo suficiente, como para hacerse un lugar en la historia de la literatura y del arte de mercadearse a sí mismo, fue James Joyce. El lector que esté interesado en conocer este insospechado episodio del marketing literario puede revisar el libro Joyce en París o el arte de vender el Ulises (Gallo Nero, 2013). Se trata de un breve volumen que reúne tres ensayos sobre Joyce. Uno de ellos, de la fotógrafa Gisèle Freund, a quien se le encargaron en mayo de 1938 las fotos de autor promocionales para la publicación de Finnegans Wake. Una de esas fotos fue utilizada para la ya famosa portada de la revista Time del 8 de mayo de 1939. El otro ensayo importante es de la académica Catherin Turner, quien reconstruye la inteligente y agresiva campaña publicitaria que la primera editora del Ulises, Sylvia Beach, llevó a cabo con la ayuda entusiasta de su mítico autor.
Muy bueno!