«El hombre ha llegado a ser, por así decirlo, un Dios con prótesis: bastante magnífico cuando se coloca todos sus artefactos; pero estos no crecen de su cuerpo y a veces aun le procuran muchos sinsabores», escribió Sigmund Freud en El malestar en la cultura. Es un diagnóstico temprano sobre la progresiva dependencia humana de la tecnología. Para el momento en que la obra fue publicada, en 1930, hacía siete años que Freud estaba lidiando con el infierno de su prótesis particular. Una mandíbula de acero, una de tantas, a la que debió recurrir como consecuencia del cáncer que le detectaron en 1923. En realidad, la prótesis venía a tratar de reparar la carnicería provocada por el cirujano Marcus Hajek, quien, además de extirpar el tumor en la mandíbula, cortó muchos otros tejidos. Fue tal el desastre operatorio que Freud casi muere desangrado y, de hecho, nunca se recuperó del todo. Los últimos dieciséis años de su vida, desde 1923 hasta 1939, estuvieron marcados por una tortuosa y casi interminable serie de intervenciones, con implantes y rechazos de nuevas prótesis, que le impedían comer, respirar y hablar con normalidad. Una situación que, por supuesto, afectaba también su trabajo clínico y que al final lo confinó en una mudez definitiva, mientras emigraba de Viena hacia Londres para huir del nazismo.
Este anecdotario lo recoge el psicoanalista Yann Diener, quien acaba de publicar en Francia La mandíbula de Freud, un ensayo donde reflexiona sobre cómo la tecnología, y específicamente la Inteligencia Artificial, se ha convertido en una prótesis informática que, al igual que la inoperante mandíbula de acero de Freud, nos impide comunicarnos.
Diener recurre a múltiples fuentes: la correspondencia de Freud, los diarios de los cirujanos que tomaron el relevo del infame Hajek, las reflexiones de Víctor Kemplerer sobre el lenguaje durante El Tercer Reich. Y, también, escenas sacadas de su propia consulta médica, del seminario que dictaba en la universidad, de su experiencia en el aprendizaje del lenguaje de programación, de sus conversaciones con un ingeniero de Google y, no menos importantes, de sus “diálogos” con el ChatGPT. Un apasionante recorrido salpicado de referencias a Jacques Lacan, Franz Kafka, George Orwell, Romain Gary y J. G. Ballard. La tesis principal de Diener es que, a través de la tecnología, y específicamente de los chatbots, hemos reducido la singularidad de nuestra capacidad expresiva a la uniformidad de la mera comunicación instrumental. Un progresivo proceso de informatización del lenguaje que se ha colado en la manera de referirnos a nosotros mismos como máquinas: “Necesito desconectar”, “me quedé sin batería”, “no tengo red”, etc. Otro ejemplo sería el abuso de siglas que sustituyen la articulación de las palabras por una especie de nombre en código que oculta su significado. Al respecto, cuenta Diener lo siguiente: «a partir de la Primera Guerra mundial, la pasión por la velocidad, la técnica y la administración se tradujo en una generalización del uso de siglas. El siglo XX ha sido el siglo de las abreviaturas, de las siglas y de los acrónimos».
Y luego agrega:
«La era soviética, con su producción desenfrenada, vio nacer tal cantidad de neologismos que los diccionarios de siglas eran regularmente reeditados. Se pensaba que fabricando nuevas palabras, se fabricaba una nueva sociedad. Al inicio de los años 1930 en la URSS, una directriz ordenó suprimir los puntos interiores de las siglas, lo que permitía asimilarlas a palabras corrientes, borrando de paso la desaparición de los significantes que constituían la sigla. Algunos autores cercanos al poder habían incluso intentado escribir poemas compuestos únicamente de siglas –eso no los salvó del Gulag (Gulag es el acrónimo de Glavnoïe uopravlenie laguereï, que significa “Administración del campo principal”)»[1].
Lo que más me ha gustado del libro de Diener es que recoge sus experimentos para tratar de entender el funcionamiento real de estas «prótesis informáticas». Es el caso de sus «conversaciones» con el ChatGPT, en las cuales demuestra la incapacidad de la IA para asimilar el humor y las metáforas. Esta limitación lo lleva a explicar el modo en que estas nuevas tecnologías usan el lenguaje para producir su simulacro de comprensión e interacción. Habla del proceso de tokenización, en el que el programa segmenta el texto en palabras, para después situarlo en un espacio semántico que le permita precisar el contexto correcto. Luego, el algoritmo procede a asignar valores numéricos a los elementos semánticos previamente aislados: «porque las máquinas solo saben hacer operaciones con los números; ellas no pueden hacer nada con una palabra como tal». Este proceso se llama vectorización. En esta etapa, cada vector asociado a un token es comparado con los vectores vecinos en la «matriz semántica: es decir, en una “nube de palabras”, que es un espacio vectorial».
De allí que Diener compare a los chatbots con el doctor Frankenstein, pues el programa construye sus palabras a partir de los pedazos de cadáveres de otras palabras que en algún momento estuvieron vivas.
La alternativa que Diener opone a este estado de cosas luce utópica y hasta romántica: devolverle al lenguaje su función poética. Que aquí quiere decir (tal vez) su ambigüedad, su imprecisión, se juego y su error. Lo que sorprende como giro final de su argumentación es que esta alternativa no es ajena a la tecnología. De hecho, Diener la deposita como una esperanza en el incipiente campo de la computación cuántica. Si en la informática actual un bit puede contener solo un valor (1 o 0), en la informática cuántica un cúbit o bit cuántico puede contener ambos valores (1 y 0). Las posibilidades que encierra esa conjunción entre dos números es como un segundo Big Bang que promete abrir o cerrar o multiplicar todos los caminos. Una letra cuya forma recuerda a una de esas horrendas prótesis que le cortaron el habla a Freud, quien, paradójicamente, como lo subraya Yann Diener en su estupendo libro, con el psicoanálisis «inventó un dispositivo revolucionario basado en la liberación de la palabra».
[1] En efecto, en Francia el uso de siglas es endémico. Cuando vivía en París siempre veía en el metro a los indigentes pidiendo dinero con un cartelito que decía “Je suis SDF”, las siglas de “Sans Domicile Fixe” [sin domicilio fijo]. Un tecnicismo que solo buscaba maquillar la miseria.
En cuanto a la AI, hay mucha tela que cortar. Hay quienes dicen (con pruebas) que tiene habilidades psíquicas. Yo la he visto suministrar información falsa, como quien quiere hacerse el inteligente en una conversación…
Wow! Creo que nunca he lamentado tanto como ahora mismo el hecho de no hablar francés. Mil gracias por la reseña, espero que lo traduzcan pronto para poder leerlo.