Mañanas lentas
Sobre los rituales de cada día
Entre las tantas publicaciones que veo a diario en Instagram, hubo una que me llamó la atención. Era una lista de cosas intangibles que si las tenías podías considerarte una persona afortunada. Eran cinco o seis. No recuerdo ya cuáles eran excepto una: «slow mornings», pues el post estaba escrito en inglés. Grok me confirma que la traducción correcta sería «mañanas tranquilas». Sin embargo, me gusta más la traducción literal: mañanas lentas. En efecto, mis mañanas suelen ser lentas, tranquilas, y por ello me siento muy afortunado.
Cuando me despierto, lo primero que hago después de ir al baño, es dirigirme a la cocina, beber uno o dos vasos de agua y hacer una greca de café. Cuando el café está listo, me sirvo una taza y me regreso a mi habitación, subo a Xica, mi perrita, a la cama y nos acostamos de nuevo (o me espera en la cama, sin apenas haberse movido, cuando estamos en invierno). Enciendo la lámpara de la mesa de noche y todavía apenas oliendo el café me pongo a leer el libro que me tenga ocupado en ese momento. No es una lectura absorta, ininterrumpida. Al contrario, la voy alternando con sorbos de café, caricias a Xica y miradas superficiales al teléfono y mis redes sociales. Puedo estar una hora así y solo entonces me levanto de verdad.
Lo cierto es que soy doblemente afortunado porque este ritual lo repito a la noche. En lugar de café, obviamente, llevo un vaso de agua, le hago cariños a Xica y retomo la lectura de ese mismo libro con el que empecé mi jornada, esta vez para cerrarla, nunca después de la medianoche.
Son mis dos momentos preferidos del día.
Poner esto por escrito, tomar conciencia del recogimiento y placer con el que afronto el despertar y el dormir, me hizo recordar uno de los párrafos más bellos que jamás he leído. Se trata del comienzo de Sobre la lectura, de Marcel Proust:
«Quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito. Todo lo que, al parecer, los llenaba para los demás, y que rechazábamos como si fuera un vulgar obstáculo ante un placer divino: el juego al que un amigo venía a invitarnos en el pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol molestos que nos forzaban a levantar los ojos de la página o a cambiar de sitio, la merienda que nos habían obligado a llevar y que dejábamos a nuestro lado sobre el banco, sin tocarla siquiera, mientras que, por encima de nuestra cabeza, el sol iba perdiendo fuerza en el cielo azul, la cena a la que teníamos que llegar a tiempo y durante la cual no pensábamos más que en subir a terminar, sin perder un minuto, el capítulo interrumpido; todo esto, de lo que la lectura hubiera debido impedirnos percibir otra cosa que su importunidad, dejaba por el contrario en nosotros un recuerdo tan agradable (mucho más precioso para nosotros, que aquello que leíamos entonces con tanta devoción), que, si llegáramos ahora a hojear aquellos libros de antaño, serían para nosotros como los únicos almanaques que hubiéramos conservado de un tiempo pasado, con la esperanza de ver reflejados en sus páginas lugares y estanques que han dejado de existir hace tiempo».
Lo que para Proust fue la lectura en la infancia y en la casa materna lo identifico con lo que la lectura es para mí en mi adultez y en el exilio. Cuando por motivos de viaje me toca levantarme temprano y salir apurado, o cuando me invitan a una cena de la que regreso tarde y habiendo comido en exceso, siento que me he perdido de algo importante. Extraño las dos lentitudes que, como muelles, me permiten contemplar el cuerpo sutil de cada día.
Sin embargo, hay unas imágenes del pasado que también están ligadas a este ritual especular. Recuerdo que en Caracas, en la casa familiar –una casa que, como los estanques de Proust, ya ha dejado de existir hace mucho tiempo– una noche entré al cuarto de mi abuela Yolanda y le pedí permiso para usar su baño. En el piso de la ducha vi un plato con una vela encendida.
–¿Y esa vela? –le pregunté a mi abuela.
–Para las ánimas –me respondió, sin apartar los ojos del televisor.
Otras veces, muy temprano o ya muy tarde, recuerdo haberla visto sentada al borde de su cama, con el cuerpo inclinado, leyendo en murmullos su libro de oraciones casi escondido entre sus manos. Recuerdo una lámpara en su mesa de noche emitiendo una luz idéntica a la lámpara que tengo ahora en mi cuarto, en Málaga. Quizás me estoy inventando esa lámpara de mi abuela. Quizás estoy pintando de óleo el cuarto de mi abuela con la luz de esa vela encendida para las ánimas.
Quién sabe. Lo cierto es que me reconozco en ella, en la imagen de la soledad de sus últimos años, leyendo mis oraciones en mis mañanas lentas y en mis noches lentas, para tender un puente de letras doradas entre los muertos y el sol.



Precioso elogio de la lentitud.
Hay que defender esos rituales a capa y espada, equilibrando la intransigencia. Yo también deseo volver a tener mañanas lentas jejeje